dimecres, 6 de juliol del 2011

Cólera (y 2)

(Continuación)

«Hasta aquí hemos hablado de un príncipe. Ahora hablaremos de un monstruo.»
(Suetonio, Vidas de los doce césares. “Calígula”)



Empecé, de manera muy lenta pero continuada, a cambiar mi comportamiento según me encontrara en una u otra situación. Sonreía al profesor y obedecía puntualmente sus instrucciones... y después, desde la sombra, soliviantaba a los demás contra él; me encantaba organizar tremendas barahúndas en las que hacía el papel de Capitán Araña: yo salía indemne mientras que los compañeros que me habían perjudicado en algo quedaban metidos en el lío hasta las cejas. Sí, cuando por fin dejé de ser el sparring de todos los descerebrados me divertí mucho en mi etapa escolar. En casa hablaba de las clases como de una fiesta y explicaba anécdotas chistosas, callando todo lo desagradable, porque quería que el ambiente familiar fuera siempre de armonía y dulzura. Allí no dejaría entrar la maldad del mundo. Mis padres eran un par de almas del paraíso a las que había que preservar de la soez realidad; buenos como eran, de mí no iban a recibir más que cariño y bondad. Por mis ojos verían mi mundo y mi vida, no tal como eran, sino tal y como sus mejores sueños podían imaginar. Yo no tenía problemas, era dichosa, todos me querían y apreciaban. Mientras tanto, cada vez encontraba más horrible la suciedad, la hipocresía, la arbitrariedad y la doble moral del exterior.

Mira, un día decidí que en la familia seríamos vegetarianos. No te lo vas a creer, pero esta tontería me costó la primera y casi única pelea realmente seria en casa. Que allí no se dejaba de hacer estofado ni de comprar cantimpalo ni morcillas. Que si el ibérico, que si las chuletas, que si qué tienes que decir a un cochinillo o a una espalda de cabrito, o a un redondo de ternera. Y yo insistiendo, tirando la comida a escondidas, comprando libros de cocina vegana, llevando fotos de mataderos, explicando con pelos y señales las técnicas de matanza, despiece y desollado hasta que a mis padres les venían bascas. No callando, ni de día ni de noche; enfrentándoles a sus contradicciones entre la gula y el buen corazón, no cediendo ni un palmo de terreno, avanzando siempre. Hasta que mi madre, harta y agotada de mis embates, dejó de comprar carne, embutido, pescado, y lo sustituyó por cosas que no tenían cara, ni sangre, ni alma. Creo que comían a mis espaldas, y que se ponían las botas en casa de los tíos y de la abuela. Pero lo que es en casa, ni hablar. La satisfacción de llevar a los demás por el buen camino no tiene parangón. Las pequeñas debilidades que de cuando en cuando se permitían no podían esconder una verdad fundamental: en mi casa no se guisaban ni se comían cadáveres de asesinados. ¿Lo ves, como soy compasiva? Costó un poco de esfuerzo y algo de malos ratos, pero el triunfo fue total.

Al dejar el colegio tuve que cambiar de diversiones. Empezar a trabajar me trajo un entretenimiento nuevo: perjudicar a los sátiros del transporte público. Ja, ja, solo de recordarlo es que me parto de risa. ¿Te lo puedes imaginar? Uno de estos impresentables veía una chica mona, con cara timorata, y ya tenía a su presa. Era todo un espectáculo observar su lucha por situarse en un lugar estratégico, empujoncito por aquí, tirón por allá. Por fin llegaban a tu lado, y lanzaban la mano hacia su lugar preferido; sabían que hacían sufrir a las chicas —te juro que yo, la primera vez que me pasó, hubiera podido vomitar allí mismo del profundo asco que me invadió—. Pero les daba igual. Crueles, sádicos, no merecían nada más que desprecio y dolor. Yo esperaba a que la mano estuviera bien aposentada, después la cogía dulcemente, ellos se las debían de prometer muy felices —vaya, una putita— y cuando estaban más confiados, cogía fuertemente un dedo, dos, tres, y los tiraba con saña hacia atrás hasta que notaba el chasquido del hueso, del tendón. Una vez se me desmayó uno allí mismo; otras veces, con un grito sofocado, se apartaban tambaleantes. Jamás vi que ninguno me enfrentara con valentía, todos eran unos abyectos cobardes, buenos solo para torturar chicas indefensas. ¡Como reía yo después para mí, imaginando sus torpes explicaciones en casa, o en el hospital!

Pero —me dirás—, ¿por qué no actuabas tú con valentía? ¿Por qué no les dabas una buena hostia y les avergonzabas? Ay, las cosas no funcionaban así. Yo había empezado sublevándome, voceando, buscando justicia, haciendo patente ante los demás la desvergüenza del acosador: no servía de nada. Se reían de ti y el resto de la gente te miraba como a una loca. Me habían llegado a decir que era yo la que les había provocado, vaya usted a saber con qué oscuras intenciones, y que después me hacía la melindrosa. O que era una reprimida que imaginaba lo que en realidad quería. ¡Sí, me ponían en ridículo, a mí, su víctima! Después de soportar alguno de estos incidentes me pasaba la noche sin dormir, mientras la situación se repetía en mi mente hasta el infinito y aparecían nuevas sutilezas de desprecio que me ahogaban en furia. No, no, la fuerza de la mujer y la del débil ante la lujuria y la crueldad del macho es la astucia. No hay otra defensa. Meses de tragar bilis y mascar menosprecios me hicieron pulir la táctica que tan buenos resultados me daba. Después de tantos años aún estoy esperando que alguno de aquellos repulsivos especímenes me pusiera una denuncia. Cuando llegaba a casa me sentía orgullosa de mí misma, y no humillada. Triunfante, y no anulada. Por lo demás yo era (y soy todavía) la chica sensata, sensible y de buen corazón que criaron mis padres, no lo dudes. Solo los malvados llevaban su castigo, ¿qué mal hay en eso, me puedes decir? Así iba por la vida, sana y virtuosa, buena con los buenos y mala con los malos. Como dicen que es Dios Padre, ¿no? Pero luego todo se complicó.

Porque hubo algo que partió mi vida en dos, y fue algo terrible: una guerra. No aquí, claro. Aquí, gracias a Dios, hace mucho que no hay guerras, pero ésta fue lo bastante cercana y lo bastante televisada como para aterrorizarme. Nunca he entendido cómo la gente es capaz de ver el telediario durante la cena. Vas tragando verdura, lentejas, merluza con ensalada o hamburguesa con patatas fritas mientras la gente llora y grita, caen las casas en forma de lluvia de naipes y los políticos mienten como bellacos. Lo que es a mí, se me corta el apetito. Aquella gente, la de la guerra, se odiaba, te lo juro, se odiaba en serio. Ni cruces rojas ni guerra de caballeros ni carga de la brigada ligera ni vainas; horror, suciedad, sangre, miseria y muerte por todos lados.

Y conocí a una gentuza parientes cercanos de mis sátiros del metro: los francotiradores. Se apostaban en un lugar seguro, armados de su rifle telescópico y bien pertrechados con alcohol, comida y mantas, y se lo pasaban en grande matando (o mejor malhiriendo, hace sufrir más) a los más desprotegidos de las guerras, la población civil. Sí, tú sales de casa por necesidad, vas a trabajar en lo que puedes, vas a buscar comida para tus hijos, medicamentos para tu madre, una manta para el abuelo, atraviesas calles bombardeadas, esquivas nidos de ametralladora, y al final, cuando esperanzado llegas a tu destino, una bala inmisericorde te tumba y te deja desangrándote en pleno asfalto, para que tus gritos conmuevan a un vecino, que caerá a su vez por la bala siguiente, mientras el monstruo ríe en su guarida, arma en mano.

Y yo otra vez a no dormir por las noches, otra vez a ser superwoman y repartir tortazos entre los depravados. Otra vez a ver cómo nadie hacía nada, cómo las víctimas no tenían valedor. Hasta que un documental traído hasta aquí por uno de esos reporteros que solo saben trabajar entre bombas me presentó a una compañera espiritual. La mujer, de treinta y pocos años, madre de dos pequeñuelos, separada de su esposo que estaba en el frente, faltos todos de los recursos más básicos, había añadido otra actividad a las que ya tenía en la paz: cazadora de francotiradores. Había practicado el tiro olímpico y tenía buena puntería. Cada día invertía unas cuantas horas en salir con alguien como ella (siempre de a dos) y dar una batida en los barrios más castigados. Todas las técnicas de los ojeadores eran practicadas; todas las precauciones para que la presa no advirtiera la que se le venía encima. Una vez en el punto de mira, disparaban, secos, precisos. Nada de heridos, nada de testigos. A muerte. A borrar de la faz de la ciudad torturada a sus más ruines enemigos. Aquella actitud me gustaba, pero me preocupaba el hecho de matar. Estuve reflexionando durante un tiempo sobre si esa mujer hacía bien o hacía mal. Hasta que para mí la pregunta no fue «¿Por qué matar» sino «¿Por qué no matar?».

La Naturaleza no tiene ningún empacho en eliminar aquello que sobra, que es débil o defectuoso, y en deshacerse de lo nocivo y lo tóxico. ¿Por qué no matar aquello que nos perjudica? Puede que por empatía. Si yo tengo derecho a matar a otro, quizá (solo quizá) el otro tenga el mismo derecho a matarme a mí. Únicamente quien no siente empatía alguna es capaz de matar alegremente, ya que niega a sus víctimas un derecho que solo le asiste a él. Está claro, los asesinos no merecen piedad, no sienten empatía, niegan el derecho del otro, así que mi cazadora de criminales tenía toda la razón. ¡Qué juicios ni qué niños muertos! A saber cuando llegaría, la hora del juicio. Eso era una heroína, eso era un modelo a imitar. Lo primero que hice fue interesarme por encontrar un club de tiro, hacerme miembro y aprender a disparar. ¡Fue toda una experiencia! Sí, no había conocido jamás un placer como el de echarme el arma al hombro, apuntar cuidadosamente y hacer un blanco. Había empezado a verme a mi misma, arma en ristre, vestida con ajustadas mallas negras, paseándome por los terrados buscando violadores. La lástima es que no tengo nada de puntería, menudo desastre. Entre el ojo miope, la presbicia y mi mala pata natural, el porcentaje de aciertos debía de estar por el diez por ciento. Es que no podía ni pasar el test para el permiso de armas. ¡Yo que quería comportarme como un cazarrecompensas de spaghetti western y hacer bailar a mis víctimas hasta el agotamiento antes de rematarlas! Con mi arte balístico, como mucho iba a conseguir que salieran por patas ante el espectáculo de un contenedor convertido en escurridera y se largaran a otra esquina. Adiós a mi carrera de justiciera con fusil.

Pero sí que me sirvió para hacer relaciones, pues fue en la sede social de la federación deportiva donde un día conocí a Fernando. Era un hombre aproximadamente de mi edad, unos treinta años; alto y delgado, nervudo, moreno. Me gustaba, pero no me caía bien. ¿Te extraña? Pues mira, lo primero que supe de él es que en tiempos había sido cazador, que le encantaba ir a las corridas de toros, que venía de una familia de alto copete y que se consideraba extremista de derechas. Todo lo contrario que yo. Él también sabía de mi modo de ser y de mi procedencia. Y sin embargo, la atracción que sentíamos el uno por el otro era inequívoca. Quedamos varias veces, e incluso llegó a invitarme a pasar un fin de semana en su compañía. Me negué, claro está, una chica ha de defender su reputación. Pero a pesar de eso seguía aceptando su compañía para actividades inocuas, y él parecía disfrutar a mi lado. Por tácito acuerdo jamás rozamos siquiera los temas conflictivos, aunque estaba claro que lo nuestro no tenía, no podía tener, ningún futuro. Y sin embargo no lo podíamos dejar.

No nos planteamos jamás vivir juntos (¡ni casarnos!), eso hubiera sido un error. Cada uno, feliz en su casa, con sus manías y sus pósters en la pared, trabajaba (bueno, la que trabajaba era yo, el vivía de sus papás), leía, iba al cine o veía la televisión seis días por semana. El séptimo, un rato de tiro al plato, un paseo por la playa, una cena romántica. Todo era ideal. Hasta aquel día en que se marchó a Gredos a cazar el macho montés. Había contactado con alguien que conocía a otro alguien. Montaban cacerías ilegales para saciar su estúpido, su infantil, su despreciable ego de cazador frustrado. Esta gente de pasta son todos igual de impresentables. Le dije que si se marchaba, lo que es conmigo no volviera. Se pensó que iba de broma. Maldito asesino, se creyó en el deber de ponerme bajo la nariz una foto nauseabunda, mientras se reía de mis remilgos, como él los llamaba. Aquel hombre tan atractivo tuvo de pronto para mí el aspecto de una bestia. Quedé tan aterrada que despertaba de madrugada viendo el cuerpo del pobre animal, tenía tantas ganas de tirarme al cuello del individuo que hasta se me cortaba la respiración. Pero decidí que era mejor ser muy prudente. Fingí que, aunque enfadada, toleraba sus desvaríos. Volvimos a quedar, volvimos a salir, incluso fingí que algún día me dejaría convencer para lo del fin de semana. Y llegó mi momento, pues claro que llegó. A Fernando le gustaba mucho hacer el zascandil por la montaña y a veces me llevaba para que admirara su estilo y osadía. Todos sus amigos le tenían advertido: «Fernando, no hagas el burro que un día te la vas a pegar». Y vaya si se la pegó, ayudado, eso sí, por una servidora. Aún recuerdo la cara de tonto que puso cuando me vio empujarlo, la misma cara que mostró a todos los asistentes al sepelio mientras yo lloraba muy comedida con un pañuelo ante la boca para que no se me viera el rictus de alegría. Fernando, mi primer éxito en toda regla, no te olvidaré jamás. Ni lo bien que dormí durante muchísimo tiempo.

Pero había algo que me molestaba. Yo soy compasiva, ya te lo he dicho. Y que un alguien mate a otro alguien es cualquier cosa menos compasivo. Y sin embargo… un día fui al cine a ver una de esas reposiciones que cada vez tienen menos prensa. Una película de un tío bajito y feo que siempre explica (o explicaba) historias de Nueva York. Ahora le ha dado por viajar, pero antes se limitaba a las ocurrencias de su barrio, y le iba muy bien, la verdad. Aquella me pareció un crack. Vi la primera y última ejecución compasiva que en el cine ha sido. Maravillosa. Increíble. Aquella enfermera obsesiva moría de un solo y certero disparo en la frente mientras estaba admirando un precioso ramo de flores. Un trabajo impecable. O sea, que hay dos formas de matar. Para los inocentes, compasión. Para los culpables, no tanta. Eso sí, nunca se ha de llegar a la crueldad. Pero, ¿por qué habría que matar a una inocente como esa tonta enfermera? En este caso, porque estaba poniendo en peligro la paz del alma y la armonía familiar de un individuo bien provisto de cuanto de bueno se puede encontrar en este mundo, y que no soporta perderlo (maldito burgués). Pero el asesinato era de primera, eso había que reconocérselo. Y lo mejor de todo, ¡no le quedaban remordimientos! Claro que no, si se da a cada cual lo que se merece. Lo que pasa es que, hasta ahora, lo que es yo nunca he encontrado un inocente al que quiera matar. Solo culpables.

Por eso tengo compasión a medias, por eso no he ido rápida sino que me he entretenido en explicarte tantos fragmentos de mi vida. Pero… me estoy alargando demasiado, no debería ser tan complaciente conmigo misma. ¡Es tan agradable charlar de mis cosas! Ay, el tiempo es limitado, debo ya ejecutar lo que me ha traído aquí. ¿Y por qué, me dirás tú? ¿Se puede saber lo que yo he hecho para que vengas a matarme? Fácil. Te vi el día del ingreso, vi a tu familia bajar de un cochazo, les oí decir que no repararían en gastos… He visto a tus hijos y nietos pavoneándose con el móvil de última generación, luciendo modelitos de Gucci y de Dolce & Gabanna, bolsos Versace y cristalitos Swarovski. ¿Tú te crees que todo eso es gratis? A saber a cuántos habrás estafado para dejar a tu familia en tan buena posición. No es ese mi caso. Mis bondadosos padres apenas me dejaron el piso y cuatro duros después de trabajar toda su vida y morir como dos buenos cristianos, sin deber nada a nadie ni faltarle a nadie al respeto. Después de tanto estudiar, después de tanta cultura, mírame, lavando traseros y fregando cuñas sucias por una miseria haciendo el turno de noche en esta clínica para burgueses. Ya lo decía mi madre, que no hay rico, rico, rico, rico, que sea honrado, porque trabajando nadie se hace rico, porque si trabajando se hiciera uno rico, los burros serían los más ricos. Desengáñate, trabajando nadie se hace rico, rico, rico. Por eso me metí aquí, porque aquí os tenía a mano, ricachones que destrozasteis al señor Paco, que matasteis a la Ranita Simpática, que abusasteis de chiquillas, que disparasteis contra inocentes, que desangrasteis a mis hermanos al otro lado del mar. No te enorgullezcas, ni eres el primero ni serás el último. Y a mi no me pillarán como en esas películas en que el tonto del asesino se pasa de la raya y los de CSI se le lanzan al cuello por exagerado. Ni hablar, con uno por seis meses, o por año, hay más que suficiente. Solo para dormir mejor. Los fantasmas del pasado surgieron hace diez días, convocados de sus cenizas. Ahora estaré otra vez tranquila una temporada. Cuando de nuevo pase las horas revolviéndome en mi cama y solo rabie y sude y me inunde la cólera al recordar tantas injusticias… ya iré a por el siguiente. Sois muchos y no os acabaréis.

A ver si te pillo bien la arteria radial, con tanto suero y tanta historia nadie se va a fijar en este pinchacito. Sí, cincuenta centímetros cúbicos; hay más que suficiente. Inyecto, espero. Ya está, todo dentro, todo bien puestecito, tubos y electrodos en su sitio. Adiós, ya te despertarás en el infierno… o no te despertarás absolutamente en ningún sitio. Si es así, mejor para ti, pues te recuerdo que los mal enriquecidos languidecen en el octavo círculo, cubiertos de llagas o sumergidos en pez hirviente. Por eso, como compasiva que soy, te deseo que todo acabe aquí y no te espere ninguna otra vida, ni balanzas de libros blancos y negros, ni demonios ni lagos de fuego… pero tampoco el descanso, ni la eterna luz, ni el perdón. Eso se queda para nosotros, los compasivos, los misericordiosos. Para los que tenemos hambre y sed de justicia, y que brillaremos para siempre en el Empíreo, en un eterno sueño sin pesadillas, sin cólera y sin rabia. Donde para siempre, saciados, tranquilos y sin sufrir más delirios nocturnos, nosotros los piadosos, los caritativos, finalmente podremos dormir.

Evelyn de Morgan (1855-1919). Deianera.

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